Ojo de Sicio: Avanza la Intelgencia Artificial a tropezones en LATAM

Christian E. Maldonado-Sifuentes
Doctor en Ciencias de la Computación
Twitter: @ChristosMalsi

Latinoamérica está viviendo una aceleración silenciosa pero profunda: la incorporación de sistemas de inteligencia artificial en la economía real. No hablo de la promesa abstracta de una “nueva era”, sino de decisiones ejecutivas, presupuestos ya comprometidos y prototipos que se convierten en productos. Cuando una entidad como Citi anuncia en Argentina la adopción de modelos generativos para personalizar ofertas y automatizar procesos de front y back office, lo que está en juego no es solo eficiencia; es el rediseño del contrato de servicio financiero: menos fricción, más segmentación dinámica y, sobre todo, una reconfiguración de la confianza basada en datos. Del otro lado, cuando un gobierno, como el de México, etiqueta miles de millones de dólares para la construcción de una “nueva economía” alrededor de la IA, está reconociendo que el vector competitivo del próximo decenio no será únicamente el costo laboral, sino la capacidad de orquestar datos, cómputo e infraestructura regulatoria.

En educación, la conversación ya no puede centrarse en si permitir o no que el estudiantado “use IA”. La pregunta relevante es cómo rediseñamos trayectorias formativas para que la IA sea un instrumento de ampliación cognitiva y no un atajo empobrecedor. Eso implica alfabetización algorítmica (entender modelos, sesgos y métricas), ingeniería de prompts como práctica comunicativa avanzada, evaluación auténtica basada en proyectos con trazabilidad de versiones, y una ética aplicada que se ejerce en contextos reales: revisión de datasets, documentación de riesgos y auditorías de modelos en el aula. La calidad no vendrá de “prohibir”, sino de enseñar a preguntar mejor, a verificar sistemáticamente y a traducir salidas generativas en decisiones fundamentadas. Las iniciativas de formación gratuita, desde programas municipales en Buenos Aires hasta alianzas público–privadas en Colombia, son valiosas porque bajan la barrera de entrada; el desafío es garantizar continuidad, certificación con valor de mercado y una ruta de especialización que conecte con empleo efectivo.

El mercado laboral ya está reaccionando. La IA no elimina el trabajo; lo redistribuye a la velocidad con la que automatiza cuellos de botella cognitivos. Las organizaciones más ágiles están sustituyendo capas intermedias de supervisión por equipos pequeños, multidisciplinarios y con autonomía operacional, apoyados por agentes de IA que coordinan tareas, sintetizan conocimiento y monitorean métricas. Ese cambio erosiona roles que antes vivían de transferir información entre áreas y eleva la prima salarial de quienes pueden diseñar flujos de trabajo aumentados por IA, traducir necesidades de negocio en especificaciones técnicas y evaluar impacto con criterios de precisión, cobertura, costo de inferencia y riesgo reputacional. La formación continua deja de ser “beneficio” para convertirse en requisito de empleabilidad: cada persona trabajadora necesitará, al menos, una competencia transversal (por ejemplo, análisis de datos con herramientas asistidas por IA) y una competencia específica del dominio (por ejemplo, auditoría de sesgos en underwriting, o diseño de evaluaciones en educación).

En salud, los avances son particularmente ilustrativos de la promesa y la responsabilidad. Un estetoscopio digital que integra algoritmos de clasificación para detectar soplos con alta precisión no es solo un gadget; es un reorganizador del sistema de referencia: triage más fino, capacidad diagnóstica extendida en zonas rurales y trazabilidad clínica que alimenta aprendizaje continuo. Pero la tecnología que salva también puede excluir. Si los datos de entrenamiento no representan la diversidad fisiológica y demográfica de nuestras poblaciones, los modelos pueden degradar su desempeño donde más los necesitamos. La medicina augmentada por IA en la región debe asentarse en tres pilares: gobernanza de datos clínicos con consentimiento informado y anonimización robusta; evaluación clínica multicéntrica para evitar sobreajuste a contextos urbanos; y modelos de costo que contemplen mantenimiento, calibración y capacitación del personal, no solo la adquisición del dispositivo.

Es cierto: no todo es impulso. Existen asimetrías en infraestructura, talento y regulación. Países que no inviertan en conectividad de última milla, cómputo accesible y programas de datos abiertos con estándares de interoperabilidad corren el riesgo de quedarse atrapados en la periferia de la cadena de valor: usuarios de modelos de terceros, sin capacidad de auditar ni adaptar. La advertencia de líderes tecnológicos sobre una posible “burbuja” en torno a la IA, alimentada por salarios desalineados y expectativas hiperbólicas, merece ser tomada en serio, especialmente en economías con presupuestos acotados. La respuesta latinoamericana debería ser estratégica: priorizar casos de uso con retorno medible (recaudación, salud preventiva, logística pública, combate al fraude), fortalecer compras gubernamentales con cláusulas de portabilidad y auditoría, y articular consorcios academia–industria para compartir datasets y capacidades de cómputo bajo reglas claras.

Desde mi trabajo en análisis de influencia y predicción de viralidad, he aprendido que el valor no está en “usar IA”, sino en diseñar la interfaz socio–técnica adecuada. Un sistema que optimiza la redacción de mensajes para maximizar alcance puede ser una herramienta de empoderamiento cívico o un amplificador de ruido, según las salvaguardas que implementemos: límites a la microsegmentación opaca, trazabilidad de versiones, detección de coordinación inauténtica y métricas de calidad que midan no solo clics, sino comprensión y utilidad para la audiencia. Esa lógica aplica a todos los sectores: definir ex ante qué significa “éxito” (KPIs), cómo medimos daño colateral (valores límite, fairness y robustez), y qué mecanismos de corrección rápida tendremos cuando el sistema falle.

¿Qué agenda de acción propongo para la región?

Primero, datos con propósito. No habrá IA útil sin gobernanza de datos sectoriales. Necesitamos registros educativos, clínicos y productivos estandarizados, con catálogos abiertos y APIs auditables. El objetivo no es centralizar por centralizar, sino permitir modelos reproducibles y transferibles entre instituciones con garantías de privacidad diferencial y minimización de datos.

Segundo, infraestructura compartida. Los costos de entrenamiento e inferencia pueden ser prohibitivos para pymes y gobiernos locales. Plataformas de cómputo soberanas o consorciadas, incluida la adopción de modelos abiertos cuando sea viable, reducen dependencia y habilitan adaptación. Esto no es una consigna ideológica, sino una decisión de riesgo operativo: quien no controla su pipeline de datos y modelos, tampoco controla su resiliencia.

Tercero, formación orientada a producto. Certificaciones micro–modulares y portafolios de proyectos reales valen más que cursos aislados. Cada iniciativa pública de capacitación debería incorporar desafíos con datos reales, revisión por pares, y una bolsa de talento conectada a problemas concretos en agencias y empresas. La métrica de éxito: inserción laboral y productividad, no solo número de graduados.

Cuarto, regulación inteligente. Más que leyes maximalistas, necesitamos marcos de evaluación de impacto algorítmico proporcionales al riesgo, con obligaciones escalonadas: documentación técnica, pruebas de sesgo, trazabilidad de decisiones automatizadas y canales de reclamación efectivos. La regulación no debe ahogar prototipos, pero sí exigir responsabilidades en producción, especialmente en finanzas, salud, educación y empleo.

Quinto, ética operacionalizada. La ética de la IA no puede quedarse en manifiestos. Debe traducirse en listas de verificación activas, tableros de monitoreo y auditorías externas. Cada proyecto relevante debería identificar explícitamente a sus “usuarios en el borde”, quienes más pueden sufrir las fallas, y diseñar salvaguardas para ellos. La innovación que ignora contextos de vulnerabilidad reproduce desigualdades.

Finalmente, narrativa y confianza. Para que la IA sea un multiplicador de bienestar y no un generador de ansiedad social, debemos comunicar con honestidad: qué puede hacer hoy, qué no, y bajo qué condiciones. La ciudadanía entiende matices cuando se le trata con respeto. Si explicamos el porqué de los cambios organizacionales, los límites de los modelos y las vías de rendición de cuentas, obtendremos legitimidad para experimentar y corregir.

Latinoamérica tiene ventajas competitivas que no solemos reconocer: mercados diversos para validación externa, talento joven con hambre de resolver problemas reales, y una tradición de innovación frugal que favorece soluciones robustas. Si alineamos inversión, datos, cómputo y formación con una ética exigente, la IA no será una moda importada, sino una capacidad estratégica con sello propio. La pregunta, entonces, no es si la IA transformará la región, sino si esa transformación será conducida por nosotros o por inercias ajenas. Mi apuesta es clara: construir, medir, auditar y corregir, con pragmatismo y ambición. Esa es la ruta para que la inteligencia (humana y artificial) sume, y no reste, al futuro latinoamericano.

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